Una vida en orden es un rasgo distintivo en el creyente, que viene como resultado de la fe en Cristo y la manera en que Dios comienza a poner orden en nuestro cáotico desorden vital.
Pero el orden propio de la fe se refiere a mucho más que a una vida con rutinas rígidamente establecidas o a una agenda que se cumple de manera rigurosa por más necesarias y provechosas que ambas puedan a veces llegar a ser.
Lo esencial es una vida con las prioridades claras y en el orden debido, de tal manera que las rutinas y las agendas habituales estén subordinadas a ellas.
Así, nuestras rutinas y agendas deben estar abiertas a alteraciones y cambios espontáneos de último momento que honren por encima de todo el orden de prioridades establecidas por el Evangelio.
Estos cambios deben producirse de tal modo que, cuando haya un conflicto de intereses entre dos o más prioridades diferentes, se sepa dar sabia prelación a la que más convenga en un momento dado.
Estas decisiones deben tomarse incluso aunque impliquen drásticas e incluso molestas alteraciones a nuestras rutinas y agendas cotidianas.
Es probable que esto fuera algo de lo que Dietrich Bonhoeffer tenía en mente cuando dijo:
“Debemos estar siempre dispuestos a aceptar que Dios venga a interrumpirnos”.
Sin esta necesaria sensibilidad, flexibilidad y apertura de mente, las rutinas rígidas y las agendas rigurosas, más que ser señales de una vida en el orden debido, pueden ser más bien ataduras que nublan nuestra vista y reducen nuestro ángulo de visión.
Si vivimos en una “ordenada rigidez” puede impedirnos discernir, ocuparnos y disfrutar de las cosas en las que Dios realmente quiere que nos ocupemos y disfrutemos, contando con su aprobación y haciéndonos merecedores del elogio paulino:
“… me alegro al ver su buen orden y la firmeza de su fe en Cristo” (Colosenses 2:5)
Una vida en auténtico y cabal orden no surge de nada diferente a una fe firme en Jesucristo y en lo hecho por Él a nuestro favor.